Durante mas de veinte años fui crítico gastronómico en
conocidos periódicos y revistas, y hasta llegué a tener mi
Propia revista, que se llamaba “Anfitrión”, donde daba a
conocer a los mejores restaurantes de Lima y, a través de sus artículos de
fondo, iba creando conciencia entre mis compatriotas de que efectivamente teníamos
una de las mejores cocinas del mundo, y no teníamos que bajar la cabeza ante
ninguna. Lo único malo de este envidiable oficio es que tenía
que comer al menos
dos veces por semana –y a veces mas- en un gran restaurante para informar a mis
lectores de sus bondades y especialidades, y era fatal e inevitable que
engordase: este era el precio a pagar por ese privilegio, porque no hay nada
gratis en la vida.
Cuando comencé mi suculenta cruzada gastronómica pesaba unos
75 kilos y dos décadas más tarde llegué a pesar la friolera de 115 kilos. Mi
mujer, Ingrid, que solía acompañarme en estos safaris por los restaurantes de
Lima, subió unos 7 kilos, y ambos estábamos enormes. Es que, además, nos
llevamos de canjes de consumo, que venían como parte de pago de la publicidad
de la revista, y nos pasábamos la vida comiendo en los mejores restaurantes,
con mis hijos y mis múltiples amigos, con el menor pretexto.
Un día que salíamos del restaurante Francesco, después de un
copioso almuerzo, me encontré con Aldo Danovaro, el chef y dueño del
restaurante detrás de la caja, y casi no lo reconozco, porque estaba flaco, él
que pesaba unos 20 kilos más que yo….
“¡Aldo! ¡Pero si estas flaco! ¡Es increíble!, ¿Cómo le has hecho? ¿Cuéntame?”,
exclamé, y él me explicó, no sin cierta suficiencia, que había encontrado un
tratamiento milagroso, con un endocrinólogo buenísimo, que lo había hecho bajar
30 kilos en dos meses. “Mira, te doy su teléfono, dile que vas de mi parte,
pero te advierto que hay que tomar cita con un par de meses de anticipación,
porque está de moda, y además es un poco caro”, me dijo, alargándome una
tarjeta. A mí me tincó que algo no debía ir muy bien, porque era un tiempo
demasiado corto para bajar tantos kilos, y se lo dije: “Oye, hermano, ¿y el
corazón? Tú sabes que, cuando uno baja muy rápido de peso, lo primero que sufre
es el corazón, porque tiene mucho menos sangre que bombear, y eso puede
provocarte una descompensación…”Pregúntale a tu cardiólogo, haz que te vea el
bobo…“, le dije muy en serio, pero él me
respondió: “No te preocupes, todo está bajo control, llama al endocrinólogo de
mi parte y pídele una cita”. Y estas fueron casi las últimas palabras que
escuché de su boca, porque unas semanas más tarde, cuando estaba en el avión
regresando de Miami, tuvo un infarto doble en pleno vuelo, que casi se lo
lleva. A duras penas lograron estabilizarlo y lo llevaron a la Clínica Anglo
Americana de San Isidro, donde tuvo otro infarto más, y pocos días después lo
devolvieron a un hospital de Miami, donde tenía su seguro médico. “Me abrieron
el pecho con tijeras, como a un pollo”, me contaría más tarde,” y me operaron a
corazón abierto, durante cuatro horas”. Le recetaron reposo absoluto durante
más de un año, que estuvo tendido en su cama, sin moverse, y le salieron
escaras en toda la espalda a causa de la inmovilidad.
Cuando le conté este drama a Otto, mi médico de familia, que
me veía desde que yo era niño, me dijo: “¡Ni se te ocurra! Si quieres bajar de
peso, bájate un kilo por mes, no más. No tienes que hacer dieta, simplemente
reduce un poco tu consumo de comidas y bebidas, come ligero por las noches, y
ten paciencia. Es la mejor manera de bajar de peso”.
Obedecí sus consejos al pie de la letra, y comencé a bajar
un kilo por mes, pero ni se notaba.
Esto no me desanimó, porque no tenía ningún apuro, de modo
que me programé mentalmente para seguir ese ritmo durante mucho tiempo, en piloto
automático, y lo cumplí con férrea voluntad. Recién a los tres o cuatro años se
comenzó a notar.
Y como ya estaba acostumbrado a ese ritmo y lo había
asimilado a mis costumbres alimentarias,
seguí por esa senda, y en los siguientes años, cuando me desligué de la
obligación de comer profesionalmente y comencé a comer normal, como todo el
mundo, llegué al peso que tenía a mis 20 años. Había bajado unos 40 kilos en
cinco años, la piel no me colgaba por lado alguno, y mi corazón estaba en
forma. ¡Lo que es la voluntad!.
Creditos: adolfo
reactor
No hay comentarios:
Publicar un comentario